Un espacio abierto



Un lugar por el que pasar y, tal vez, quedarse.

miércoles, 29 de abril de 2015

Recuerdo

Anciano moribundo. Silvestro Lega.

El abuelo se moría apaciblemente, rodeado de las personas que habían llenado su vida: sus dos hijos y sus tres nietas. Sin embargo, y en contra de lo que se suele decir, en ese momento no pasó por su cabeza el resumen de su vida entera o el recuerdo de quienes la compartieron la mayor parte del tiempo. 

No, el abuelo no recordó nada de eso. Sólo fue capaz de evocar unos brazos prohibidos; un cuerpo joven, pleno y entregado, que le ofrecía un espacio desconocido; unos labios ardientes y húmedos que le recorrían con fuerza adictiva; unas caricias que le hacían estremecer llevándole a mundos que creía que sólo existían en sus fantasías; un amor que ofuscaba su conciencia haciéndole pensar en universos que no sabía siquiera si habían existido. 

Sólo vio el rostro joven, vivo en el olvido, de una mujer con la que únicamente podía soñar. Recordó las palabras escritas en amarillentas cartas, guardadas en el fondo de un cajón, como se guarda todo aquello que no se es capaz de tirar; cartas llenas de sueños, de recuerdos, de ilusiones; cartas que el tiempo había estropeado pero que no había conseguido destruir. 

Recordó su cobardía, su miedo, su incapacidad para hacer frente a su familia. Hacía tanto de eso que parecía perderse en el principio de los tiempos. También evocó su horror a lo desconocido por más que fuera deseado. Se acordó de su conformismo, de su adaptación a lo que los demás esperaban, de su comportamiento tan estrictamente correcto. 

Y ahora, cuando la muerte le rondaba, era únicamente cuando tomaba plena conciencia de que nunca en toda su vida había dejado de arrepentirse de no haberse atrevido a dejarlo todo y vivir como habría deseado. Ahora, cuando el final era inminente, ese recuerdo era lo único que su espíritu añoraba, la oportunidad perdida de vivir un amor prohibido. Añoraba la urgencia de un deseo jamás experimentado como si fuera un fuego nunca extinguido, tan sólo apaciguado en el fondo de la memoria junto a sensaciones y sentimientos que en este último momento afloraban, para recordarla, y morir con su nombre en la boca. 

Mientras su hijo menor le cerraba los ojos, todos se miraron extrañados, sin comprender qué había ocurrido, interrogándose en silencio, buscando una respuesta en los ojos de los demás. ¿Alguien sabía quién era Laura? 

2 comentarios:

  1. ¡Qué bonito!

    Supongo que los hijos encontrarán ese cajón con las cartas... ya se enterarán de quién es Laura.

    Un beso, Ireth :-D

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    1. Seguramente lo encontraran, Eneabea, y allí, la explicación. Gracias por tu comentario. Un beso enorme!

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