Un espacio abierto



Un lugar por el que pasar y, tal vez, quedarse.

viernes, 19 de septiembre de 2014

Ivana






El mundo, el que soberbiamente se llamaba primero, aquel de los bloques que se decía rico y se creía invencible; el de los viajes espaciales y de la sofisticación armamentística, de la investigación y los planes estratégicos; el mundo que vivía el final de la Guerra Fría y de las películas de espías, se crecía ante sí mismo y ante los demás. Era el tiempo de la ciencia y la tecnología, cuando ambas se paseaban por el mundo con orejeras que no dejaban ver lo que pasaba en ese momento ni predecir lo que ocurriría en el futuro. Hasta que estalló en el presente, en aquel presente.

Primavera del 86. El Cometa Halley acababa de pasar lo más cerca que estaría de la Tierra en los siguientes 76 años y el feminismo lloraba la muerte de Simone de Beauvoir. Todo todo quedó olvidado ante Chernobil, el desastre por antonomasia, la constatación de la vulnerabilidad y la indefensión de la gente corriente. El mundo se estremecía ante el desastre y el miedo. Chernobil estaba lejos, pero la nube tóxica avanzaba. Mucho más lenta que el miedo, pero ahí estaba, moviéndose. 

Mientras el miedo invadía Europa, en Pripyat, Ivana daba sus primeros pasos, tambaleantes y torpes, pero firmes. En medio de aquel desastre, agarrada al índice de su madre empezaba a recorrer por sí misma un mundo que no podía concebir más allá del cuadrado de parque en el que se movía. El parque de Ivana era un espacio de arena rodeado de una valla de colores en un pequeño parque rodeado de casas bajas con ventanas pintadas de azul y rodeadas de jardineras con enredaderas y flores de colores. A un lado del parque, un tobogán; al otro, un columpio; y en el centro, arena. Un pequeño mundo lleno de voces, empujones, risas, lloriqueos y achuchones. Un parque lleno de vida.

Al principio, aquella tarde del 26 de abril simplemente parecía una tarde algo nublada pero como no llovía ni hacía frío el parque siguió lleno de niños jugando y mamás charlando. E Ivana dejaba el dedo de mamá para dar su primer paseo en solitario. Sólo tres pasos, pero fueron los primeros. Cayó de bruces y con la boca llena de tierra se puso a llorar con desconsuelo. Pero tan pronto la limpió su madre, volvió a la carga: cinco pasos, siete, doce… 

A la caída de la noche Ivana, tras el baño y la cena, cayó agotada. La despertaron de madrugada los brazos de su padre que la envolvían en una manta. Se resistía a despertar mientras subían a un autobús junto con todos los vecinos del pueblo que, más o menos ordenadamente, lo abandonaban. Había un olor extraño y lo que parecían nubes inofensivas, venían cargadas de muerte. Nadie lo sabía aún.

Ivana despertó en un gimnasio de Maguilev, y los sesenta y siete días que estuvo allí le sirvieron para terminar de aprender a andar. Caminaba segura entre colchonetas y mesas de camping, vigilada por su madre y por las otras madres, jugando con otros chiquillos. No sólo andaba, también hacía sus pinitos corriendo e intentando subir a sillas, bancos o cualquier otra cosa que estuviera a su altura. Ivana no percibió las incomodidades, ni sintió el dolor de las pérdidas, ni vivió el miedo de la incertidumbre. Ella sólo jugaba y reía. 

Minsk fue su siguiente paso. Allí empezaron de nuevo sus padres, en casa de los abuelos, con un trabajo nuevo, una nueva vida. Tendría poco más de tres años cuando empezaron a salirle cardenales. Entraba dentro de lo normal, no paraba ni un segundo. Estaba muy pálida, pero supusieron que era porque se parecía a su madre. Pronto vieron que algo no iba bien. Ivana empezó a no querer salir a la calle. Ya no tenía fuerzas para jugar, había perdido el apetito y estaba triste. No tardaron en llegar la fiebre y las náuseas y, al tiempo que los moratones le aparecían por todo el cuerpo, le salieron pequeños bultos en las axilas y en el cuello que pronto se extendieron a la barriguita y a las ingles.

Empezó el peregrinar de un médico a otro, la sometieron a tratamientos que la dejaron calvita y agotada, pero las largas estancias en hospitales no conseguían mejora alguna. Ivana se consumía sin entender qué le pasaba. Sus padres, sus abuelos, los médicos sí lo sabían. Ya no podía ir al colegio, ni tenía ganas de jugar; no quería correr, ni saltar, ni siquiera andar. Ivana solo quería dormir y que se le quitara el dolor. Porque todo le dolía a todas horas. Sobre todo eso, quería que el dolor se fuera.

Y llegó el tiempo en que Ivana veía a su madre siempre triste y llorando a escondidas cuando creía que ella dormía; la abuela también lloriqueaba. Y aunque la niña no lo viera, a los hombres el llanto les corroía desde dentro. Pasaban los días e Ivana apenas podía moverse, cada vez le costaba más respirar. Hasta que, con la entrada de la nueva década, dejó de hacerlo.

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