Un espacio abierto



Un lugar por el que pasar y, tal vez, quedarse.

lunes, 14 de abril de 2014

Donde habita el olvido (y II). Él.




El choque fue brutal. Tras el shock del impacto, su primer pensamiento fue de alivio: no sentía nada. Ni dolor, ni angustia, ni miedo. Nada. Pensó que había tenido suerte: iba a morir sin tener que poner nada de su parte. Justo lo que necesitaba y cuando lo necesitaba. Giró trabajosamente la cabeza y vio, tendida en la carretera, a la conductora del otro coche: una mujer agonizante sostenida por la ocupante de otro coche. Pero lo que importaba era que él, por fin, iba a morir. Y gracias a una mujer. Una mujer desconocida, como todas las que habían pasado por su vida, aunque ahora las circunstancias no fueran las de otras ocasiones.

Apenas habían pasado cinco meses desde el diagnóstico. Cáncer terminal. Metástasis. Inoperable. Seis meses, a lo sumo, ocho. Se quedó en blanco, sin sentir nada, salvo la certeza de una muerte inevitable y que ahora sabía inminente por la ausencia de sensaciones.

Cuando salió de la consulta sólo tenía clara una cosa: no quería morir hecho un despojo humano, solo, en una cama de hospital, lleno de cables y sondas. Pero tampoco se atrevía a suicidarse. Necesitaba quien lo ayudara a morir. Algún familiar o amigo, alguien que le quisiera lo suficiente como para ayudarle en semejante trance.

Tenía poca familia, a cientos de kilómetros, y su relación con ellos era algo más que fría, así que pensó en los amigos. Tampoco tenía demasiados, pero decidió visitarlos, no sólo para pedirles su ayuda, también para despedirse de ellos. Así, volvería a viajar, a visitar ciudades y pueblos por los que había pasado tantas veces a lo largo de sus constantes viajes de trabajo. Pensó que podría aprovechar para volver a ver a antiguas amantes, mujeres que habían llenado las noches de aquellos tiempos de viajes que ahora parecían tan lejanos, buenos tiempos en los que, siempre que quiso, durmió con compañía, aunque jamás se permitió desayunar acompañado. Era una especie de promesa: no permitirse nada que pudiera parecer un compromiso con ellas, nada que les permitiera hacerse ilusiones, nada que indicara la existencia de algo más que meras noches de placer.

Aunque todas esas mujeres nunca significaron nada para él, su magnífica memoria le permitía recordarlas a todas: donde vivían, como eran, el aspecto que tenían cuando se conocieron, de forma que podía proyectar su imagen en el momento en que quisiera, e incluso hacer una abstracción sobre el tipo de mujeres en las que el tiempo las habría transformado. Estos ejercicios mentales, recordar el pasado, imaginar el presente, le permitía sobrellevar los dolores, cada vez más resistentes a la pesada medicación.

Con las metas fijadas en las cinco ciudades en las que vivían sus amigos, trazó itinerarios cuidadosos para pasar por aquellos lugares en los que habían vivido y en los que, quizá, aún vivieran las amantes que mejor recuerdo le dejaron.

Sus amigos, agradecidos por su visita, afligidos por su enfermedad, tristes por su definitivo adiós, se negaron a ayudarle a morir, se negaron a matarle. Porque lo cierto era que él pretendía evitar la responsabilidad y, como había hecho siempre, descargarla en los demás. Si echaba la vista atrás, podía darse cuenta de que siempre había evitado tomar decisiones o asumir actos que implicaran responsabilidades de tipo afectivo. No había tenido problemas en tomar decisiones de tipo práctico, pero implicarse en cualquier cuestión en la que hubiera la más mínima posibilidad de sufrir cualquier tipo de daño emocional, era algo superior a sus fuerzas. Había construido una coraza de tal grosor alrededor de sí mismo que ya ni él mismo encontraba resquicio por el que salir. Estaba blindado contra el dolor del corazón, nadie podía herirle, su espíritu estaba a salvo, no sufría ni se permitía sentimientos que le pudieran hacer vulnerable; pero tampoco se dejaba amar ni era capaz de apreciar ni compartir la entrega desinteresada, generosa, viva. Y así, aunque era apasionado en las formas, vehemente, casi fiero, resultaba frío y distante en esencia.

Frialdad que todas sus amantes habían percibido detrás de los abrazos ardientes, de las caricias expertas, de los besos apasionados, de las noches intensas. Chicas que sucumbían al morbo del forastero; jóvenes vulnerables tras relaciones fallidas; señoras que buscaban aventuras, hembras que buscaban la novedad; mujeres que rozaban la madurez y buscaban demostrarse a sí mismas que aún eran capaces de atraer y llevar a su cama a un hombre joven, y otras, ya maduras que bebían con él sus últimas ocasiones de amor prohibido. Todas ellas eran conscientes de que nada había detrás de esa noche de pasión, que nada iba a quedar en el recuerdo. Él, nada prometía y ellas, nada esperaban, y con la misma facilidad, le echaron al olvido.

Por eso, no resultaba difícil comprender que, a lo largo del viaje de despedida, distintas ex amantes, con las que había compartido noches de pasión y delirio, no guardaran ningún recuerdo de él. Ellas habían llenado sus vidas con maridos, parejas, hijos, amigos; recordaban sus amores, sus desengaños, sus alegrías, sus frustraciones, pero a él no. Él no había dejado ninguna huella, uno entre tantos. Alguna, haciendo un esfuerzo de memoria, conseguía ubicarle en el tiempo, esbozaba una sonrisa de compromiso y decía, justificándose: "Han pasado tantas cosas que ya sólo recordamos lo importante".

Y él no lo había sido para nadie. Nadie se acordaba de él, de su nombre, de su cara; nadie recordaba que él le hubiera inspirado ningún tipo de sentimiento, ni bueno, ni malo; nadie le había querido, nadie le había odiado. Ellas recordaban a quienes habían amado y a quienes las habían amado; recordaban el dolor de los engaños, de los abandonos, de las mentiras; recordaban a los padres de sus hijos, a las parejas que los acogieron como padres; recordaban la ilusión del enamoramiento, la plenitud de los amores, el calvario de las rupturas. Pero a él, no. Definitivamente, no. Le habían olvidado, en nadie había dejado huella, a nadie había impresionado. A lo largo del viaje, la soledad le había minado con más fuerza que el cáncer.

Y mientras estos pensamientos llenaban su cabeza y la desolación su alma, del coche semiaplastado que había al otro lado de la carretera le llegaba la voz de Sabina "…y una nube de arena dentro del corazón y esta racha de amor, sin apetito. Los besos que perdí, por no saber decir: te necesito." Se protegió tanto contra el dolor, contra el sentimiento, que ahora, aun consiguiendo lo que buscaba, morir, lo hacía con el alma en pena, sabiendo que nadie le lloraría, que nadie le había amado. Tampoco él amó jamás. Este pensamiento se mezcló con la estrofa final que describía su último pensamiento y que parecía mostrarle su último destino "…donde habita el olvido".

domingo, 13 de abril de 2014

Donde habita el olvido (I). Ella.




Al despertar sintió un dolor punzante en las sienes, un dolor de esos que anuncian una resaca de las de impresión. No quiso abrir los ojos, concentrándose en intentar dominar los agudos pinchazos que se sucedían incesante e intermitentemente. No había nada que hacer, no podía controlarlo, así que, perezosamente abrió los ojos y le vio allí, tumbado a su lado. Un desconocido que la observaba con los ojos apenas entreabiertos y la expresión amable y calmada de quien está en ese lugar indefinido entre el sueño y la vigilia. ¡Otra vez! Le había vuelto a pasar otra vez. Un velo de tristeza empañó su ya nublada mirada, y él, enternecido, se acercó y la besó con suavidad en la boca tras apartar, dulcemente, un mechón que le caía sobre la mejilla.

Pero aquel beso, sincero y delicado, no cambió nada y una triste penumbra se instaló en sus pupilas mientras el sol, a través de las pequeñas rendijas de la persiana a medio cerrar, empezaba a llenar de luz la habitación. Se levantó y fue al cuarto de baño donde, tras lavarse la cara con agua helada con la esperanza de que asustara a la soberbia resaca que ya no se escondía, se miró durante un buen rato al espejo.

Tenía unas espantosas ojeras rodeadas por pequeños regueros negros por el efecto del agua sobre el rimmel de la noche anterior. El maquillaje había desaparecido por completo mostrando una piel blanquecina, casi enfermiza, que acentuaba el efecto de desconsuelo que los tonos malva de las ojeras imprimían a su mirada. Hacía tanto que tenía ojeras y mirada triste que ya ni siquiera le sorprendía. Apenas si podía recordar la última noche que había dormido largo y despertado tranquila. Había olvidado las noches de sueño plácido y apacible, sin temores ni sobresaltos. Sí, hacía tanto que tenía esas ojeras que se había acostumbrado a sus tonos variados, a su forma, y las había incorporado a la visión que tenía de sí misma, del mismo modo que había integrado el desánimo y la desesperanza en su rutina diaria.

Terminó de quitarse los restos de rimmel y, tras peinarse con dificultad con un pequeño cepillo que encontró en una repisa del cuarto de baño, regresó a la habitación. Él había vuelto a dormirse, ocupando ahora el hueco que ella había dejado en la cama, respirando sereno, tranquilo, y pensó que quizá de haberse conocido en otro momento, en otras circunstancias, las cosas habrían sido diferentes. O quizás no.

Recogió su ropa, desperdigada por el suelo de la habitación, y se vistió lentamente. Tardó en encontrar los zapatos y cuando se los puso se sintió algo ridícula con esas altísimas sandalias de tacón a una hora tan temprana de la mañana. El ajustado vestido negro acentuaba esa sensación. ¡Qué más daba! Buscó en la cocina algún analgésico que aliviase el dolor de cabeza, y se tomó dos, esperando que el efecto fuera más rápido y eficaz, sin recordar que su estómago vacío lo pagaría después. Lavó el vaso, lo puso a escurrir, tomó su bolso y, cerrando la puerta suavemente, se marchó.

Era domingo, muy temprano, y la Gran Vía no tenía el trajín habitual -cuatro coches despistados y tres transeúntes perdidos en su propio mundo-, pero aun así, el escaso ruido le resultó insoportable, por lo que aceleró el paso hacia el parking de Santo Domingo donde había dejado el coche la noche anterior. Según caminaba, y gracias al efecto de los analgésicos, el dolor comenzó a remitir, e intentó recordar qué había pasado la noche anterior. Recordó al hombre, simpático, divertido; recordó las copas, muchas, muy seguidas; recordó el garito, original, extravagante y la música, alta, absorbente. Pero no recordaba más. No sabía como había llegado a esa cama, ni qué había ocurrido antes de dormir, aunque no necesitaba mucha imaginación para hacerse una idea. El condón usado que había visto en el suelo le daba las suficientes pistas.

Llegó al parking, entregó la tarjeta al empleado, quien tras cobrarle una barbaridad, le dio la ficha que abriría las barreras. Fue hacia el lugar en el que había aparcado el coche. Arrancó de forma maquinal mientras siguió intentando recordar qué había ocurrido, pero nada, aparte del hombre, el bar de copas y la música alta, no recordaba absolutamente nada. Mientras giraba en Plaza de España se dio cuenta de que ya ni siquiera recordaba el número del portal del que acaba de salir y en el que había dejado durmiendo al hombre con el que había compartido la cama y la noche. Y le invadió una tristeza infinita que no hizo más que acentuar el vacío que asomaba a sus ojos mientras accedía a una M30 prácticamente vacía.

Pisó el acelerador. La soledad pasaba a ocupar el lugar que iba dejando la resaca. El olvido le dejaba mal sabor de boca, y aunque no era habitual, tampoco era la primera vez que le ocurría. Le provocaba una amargura sosegada y conocida; también, odiada: acentuaba el desamparo, el vacío que parecía llenar su existencia.

Había tenido una oportunidad -hacía ya tanto- de salvarse de esta existencia tan banal, tan mediocre, tan vacía…, pero no la supo ver ni quiso hacerla suya. Le pareció poco para ella, para los planes que tenía, para lo que esperaba de la vida. Quería dinero, ropa cara y de firma, una casa grande y lujosa, coches potentes, posición social, poder; quería ser alguien y pensó que para ello necesitaba emplearse a fondo, y él, con sus gustos sencillos y su alegría perenne, no necesitaba nada de todo aquello que ella quería; no iba a ser más que una rémora para sus objetivos. Su sonrisa, su mirada, sus caricias, la sensación de bienestar que sentía a su lado… no fueron suficientes.

Le dejó, pero sus planes nunca llegaron a buen puerto. Consiguió un buen trabajo pero no tenía el poder que quería; podía vivir algo más que desahogadamente, pero no como ella creía merecer; su coche era bueno, pero no suficiente, y su casa era amplia y cómoda, pero no era la que quería. Y, además, estaba sola, muy sola, demasiado sola. Con nada estaba conforme y su carácter se había agriado, de modo que los amigos fueron desapareciendo poco a poco, quedándole apenas cuatro conocidos en el trabajo para, de vez en cuando, pasar el rato, y un mundo de desconocidos con los que compartir noches de soledad y sexo.

El tiempo pasaba y nada de lo que deseaba, nada que la hiciera sentir bien, llegaba. Todo parecía siempre igual, el mismo trabajo, las mismas personas, las mismas cosas, sin que ninguna le resultara satisfactoria. Siempre estaba en su horizonte aquello de lo que carecía, olvidando lo que sí tenía. Nada le satisfacía. Y cuando, de forma excepcional, como ese día, conseguía hacer algo que se salía de sus rutinas habituales, le quedaba una sensación desagradable, entre la desolación y el desconsuelo.

Aceleró aún más, de forma mecánica, concentrada en sus recuerdos inmediatos. No era capaz de reconstruir de forma íntegra la noche anterior, por más que lo intentaba. Pensó en él, en su sueño tranquilo, en la placidez de su cara mientras dormía, satisfecho, y sintió una punzada de envidia. ¿Por qué no podía ella disfrutar así? Se sentía completamente estafada. Le hubiera gustado ser capaz de abandonarse al disfrute del sexo sin consecuencias, sin tener que hablar de amor, ni pensarlo, ni sentirlo. Hubiera querido desterrar el amor de su vida y poner en su lugar los encuentros esporádicos, los desconocidos, la libertad, la falta de compromisos…

El coche cada vez iba más y más rápido, pero no levantó el pie del acelerador, atrapada en sus pensamientos. Por más que intentaba evitar evocar sensaciones de amor, deseos de afecto o sentimientos de necesidad, no lo conseguía porque en un lugar recóndito de esa memoria que, después de demasiadas copas, le fallaba en lo cercano, había una sonrisa despreocupada, abrazos deseados, besos por dar. Aquella idea le asaltaba de vez en cuando, sobre todo en estos momentos de decaimiento y cada día le era más difícil desecharla. Al menos ya hacía tiempo que había dejado de buscar, con urgencia y sin esperanza, el amor en cada encuentro; ya sabía que no aparecería nunca, que esos lances pseudo amorosos tan sólo eran instantes de placer momentáneo, tras los cuales sólo quedaba una terrible sensación de vacío. Nadie contaba con ella, no le importaba a nadie. Se había instalado en el vacío eterno donde habita el olvido…

Ese fue su último pensamiento, al hilo de la canción de Sabina que seguía sonando en el equipo de música del coche, cuando sintió como aquella extraña le cogía la mano, mientras esperaba la llegada del Samur, con un gesto de ternura que le dio en la hora final una mínima sensación de paz.