Un espacio abierto



Un lugar por el que pasar y, tal vez, quedarse.

lunes, 3 de febrero de 2014

Asgeir


Los tatuajes no son inscripciones vanas en la piel. Tienen sentido. Lo peligroso es desconocerlo. Y descubrirlo puede ser terrible.





Asgeir era fuerte y se creía valiente; era grande y se creía libre; era hermoso y se creía amado. Pero ni era valiente, ni libre, ni le amaba nadie. Asgeir sólo era fuerte, grande y hermoso. 

Siempre supo que sería marino y guerrero. Entre los normandos no había muchas más opciones. El campo era labor de mujeres y el comercio, de enclenques, como Ivar, su amigo de la infancia. Ivar no era fuerte, ni grande, ni siquiera hermoso, pero era su amigo. No había momento de su vida en la que no le recordara a su lado. Asgeir siempre había cuidado de Ivar y éste le había recompensado con su inquebrantable lealtad y devoción. 

Rondarían los trece años cuando un atardecer de principios de verano, los dos amigos fueron a nadar a uno de los lagos cercanos a su aldea. Aunque el sol calentaba, el agua aún estaba muy fría. Tiritando, salieron y se tumbaron al sol, desnudos, dejando que sus rayos les calentara la piel. Pero Asgeir no dejaba de tiritar, así que su amigo empezó a frotarle el pecho, las piernas, el vientre… El contacto con las manos cálidas de Ivar le reconfortó, se relajó y se dejó acariciar, abandonado al puro placer del tacto en su piel. Ivar, viendo que su amigo estaba cómodo, siguió masajeando el cuerpo de Asgeir quien, sin esperarlo, empezó a notar como su sexo se endurecía. No era la primera erección que tenía, pero sí la primera que tenía en compañía. Claro que Ivar no era la compañía que él suponía que le provocaría una erección. Aturdido no supo enfrentarse a su propio cuerpo, mientras Ivar, viendo la reacción que provocaban sus caricias, creyó que su amigo sentía lo mismo que él. 

Y es que hacía tiempo que Ivar estaba enamorado de Asgeir. En realidad, no recordaba un tiempo en el que no le hubiera amado. Adoraba la fuerza de sus músculos, el tono de su pelo, la aspereza de su piel; amaba el olor de sus axilas, de su aliento, de su sexo; no podía imaginar la vida sin su risa, sin sus ojos, sin su voz. No recordaba cuándo descubrió que le amaba. Quizá cuando le defendía de los otros grandullones que pretendían abusar de él; o tal vez, cuando le veía escuchar con atención las historias que le contaba; incluso, cuando le intentaba -con escaso éxito- enseñar a luchar. Todos sus recuerdos estaban unidos a Asgeir, la vida sólo tenía sentido a su lado. 

Excitado, Ivar acercaba sus manos al sexo de Asgeir, sintiendo como su propio miembro crecía sólo al imaginar el contacto con el de su amigo, que ya empezaba a sentirse tenso aunque Ivar, tan excitado estaba, no lo notó. Y siguió. Sin poder resistirse, tomó entre sus manos el falo de Asgeir y empezó a acariciarlo, suavemente, recorriéndolo casi con veneración, hasta que se inclinó para besarlo. Asgeir sintió un estremecimiento que le recorrió toda la espalda. Puro gozo que negaría incluso aunque el mismísimo Odín se lo preguntara a las puertas del Walhalla. Pero lo había sentido: intenso deseo sexual, profundo placer sensual… excitado por su amigo, que le acariciaba provocándole sensaciones que ninguna de las niñas que, dulces, suaves y risueñas, se acercaban a él intentando conseguir su atención, le habían producido. Él se dejaba querer, las tocaba y se dejaba tocar, pero ellas, inexpertas, no sabían aún cómo acariciar a un hombre, ni sentían por Asgeir un amor tan poderoso como el que movía a Ivar, y que suplía su falta de experiencia y su ingenuidad. Asgeir podría negarlo, pero dentro de él sabía que el roce de su amigo le había sacudido. Sabía que con nadie estaba tan a gusto como con aquel muchacho flaco y paliducho que le mostraba un fervor incondicional. Paralizado, notó como la boca de su amigo rodeaba su sexo por completo; como, mientras le lamía, le acariciaba provocándole espasmos cada vez más incontrolables hasta que, sin saber cómo, se dejó ir en la boca y las manos de Ivar, quien recogió su jugo con la devoción de quien ama sin reservas. 

Asgeir cerró los ojos, como si al hacerlo, desapareciera todo lo que había pasado, todo lo que había sentido. Pero no, sintió la mano de Ivar en su pecho y sus labios, húmedos de semen, en los suyos. Le invadió una terrible vergüenza. Él era fuerte, era grande, era un hombre. Y los hombres no gozan con otros hombres. Los hombres no se dejan acariciar por otros hombres. Bien lo había visto en su padre, tan fuerte como él, con su enorme barba rubia y trenzada, su gran casco de cuernos, sus carcajadas estentóreas, sus gestos excesivos… siempre rodeado de mujeres a las que tomaba y dejaba según le viniera en gana. Los hombres eran como su padre. 

Abrió los ojos y vio la mirada entregada de Ivar, contemplándole, cuando sin poder reprimir un arrebato de ira, le empujó con tal fuerza para alejarle de sí, que le lanzó contra una roca enorme. El golpe fue seco y contundente. En la cabeza. Asgeir se levantó y, asustado al ver a su amigo inmóvil, le gritó ordenándole que se pusiera en pie. Pero Ivar no se movió. Se acercó a él, lentamente, intentando conjurar al pánico, hasta que vio que bajo la cabeza de Ivar corría un reguero de sangre. Asgeir olvidó el miedo y se derrumbó ante el dolor. Lloró. No cómo los hombres -los hombres no lloran-, tampoco cómo los niños -que lo hacen de forma inconsciente-; lloró como quien acaba de perder lo que más quiere. Lloró sobre el cuerpo de amigo hasta que el sol se puso; siguió llorando, abrazado a su primer amor, su primer amante, hasta que amaneció. 

Ya había nacido el sol cuando decidió que nadie habría de saber qué había ocurrido. Tomó a su amigo y atándole una gran roca a la cintura, se adentró con él en el lago. Nadó arrastrándole hasta que estuvo alejado de la orilla y, besando la boca de su amigo muerto, le dejó hundirse en la eternidad de la muerte. 

Pasaron los años y Asgeir se convirtió en un hombre como su padre. Más despiadado, más cruel, más libidinoso. Pero nada le producía placer. Se creía valiente, pero sólo huía hacia adelante intentando olvidar; se creía libre, pero era prisionero de sus secretos; se creía amado, pero nunca supo aceptar el amor que le ofrecían. Por las noches, cuando a solas el sueño le rendía, regresaba el fantasma de Ivar, para recordarle la única vez que amó de verdad. Y despertaba envuelto en sudor, con el remordimiento asediándole por la muerte de su amado, y la culpa angustiándole por no reconocer que la única vez que se había enamorado, lo había hecho de otro hombre. Hubiera dado cualquier cosa por acabar con el dolor que tanto le atormentaba.

Le hablaron de una hechicera. Le abrió las puertas, le escuchó, le obligó a dejarse ver a través del fondo de sus ojos, le tocó sintiendo su pulso. La solución no era fácil: un caballo alado, para hallar el sosiego; un dragón, para rencontrar la pasión; un unicornio, para recuperar la pureza. Grandeza, valor, amor. Pero no podía simplemente atraparlos, tenía que hacerlos suyos, que ellos quisieran estar con él. Si lo conseguía, los sueños dejarían de asaltarle. A través del humo del fuego y de sus propios recuerdos, haciendo frente a sus más ocultos temores, le mostró el camino para llegar a ello. Le cerró los ojos, le tapó los oídos, le apretó la nariz, mostrándole los sentidos de los que no debía fiarse y le tocó el pecho, donde estaba el corazón que habría de ser su guía. Le besó en los labios, dejándole en ellos la presencia de las mieles del éxito. 

Asgeir, eufórico, resuelto, henchido de ánimo, se lanzó a seguir las indicaciones de la bruja. Pero apenas había dado unos pasos cuando sintió miedo y abrió los ojos, que se llenaron de humo sin que pudiera evitar que lloraran. Pero no era un llanto como el que recordaba, limpio, de dolor; no, era un llanto que escocía, que picaba. La nariz le goteaba y de repente escuchó quejidos lastimeros a través de la niebla. Se tapó los oídos, se restregó los ojos, volvió a cerrarlos. Pero ya no podía seguir. Tan pendiente estaba de la irritación que olvidó estar atento al camino que le marcaba el corazón. Vagó sin rumbo, cada vez más agitado, cada vez más rabioso. Dando tumbos, ciego, golpeando y golpeándose, con los oídos embotados de lamentos que le encogían el alma, sin ser capaz de encontrar el camino. Y se volvió, sin siquiera haber llegado a ver a los animales mágicos. 

Pero no se dio por vencido, quería recuperar la paz y, dando pábulo a su soberbia, creyó haber encontrado la solución con una trampa. Esos animales serían suyos gracias a un truco: tatuárselos en la piel. El dragón, en el muslo, marcando la fuerza en el sexo; el caballo alado, en la espalda, protegiéndole; el unicornio, en el hombro izquierdo, entre el corazón y la cabeza. Estaba seguro de que podría engañar al destino, haciéndole creer que la magia estaba de su lado. 

Cuando al fin su cuerpo acogió a los tres fantásticos seres, se acostó, convencido de que el conjuro funcionaría. Esa noche se desnudó por completo, dejando al aire a sus nuevos compañeros, y se tumbó confiado, con los ojos cerrados, esperando la llegada del tan deseado sueño reparador.

Intentaba entrar en el mundo de los sueños cuando en la puerta vio a Ivar, tan joven y tan dulce como cuando le dejó. El dragón de su muslo empezó a moverse buscando el sexo de Asgeir, erecto como una columna, que asió sin contemplaciones, rodeándolo, apretándolo hasta herir. El caballo batió sus alas y se encabritó, relinchando con fuerza e intentando que el dragón soltase su presa. Ambos animales, inmisericordes, batallaban sobre el cuerpo de Asgeir, que se revolvía en medio de un dolor extremo, mientras el unicornio no dejaba de mirar a Ivar, que le llamaba quedamente. Y en el fragor de la batalla entre el sexo y la razón, entre la pasión y la cabeza, el unicornio simplemente se fue hacia el muchacho que le llamaba con tanto amor, llevándose enredando entre sus patas la piel sobre la que estaba dibujado. 

A la mañana siguiente, el espectáculo era dantesco. Asgeir se había desgarrado la piel, desangrándose mientras en el otro extremo del dormitorio, envuelto en el tatuaje del dragón estaba su sexo, tan inútil y muerto como el corazón que nunca supo reconocerse.

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